¿Marxismo cultural?

La posmodernidad es una época peculiar que nos ha traído cosas buenas y algún que otro disparate; entre estos últimos, repliegues de fundamentalistas de diversa índole, reaccionarios o modernos proclives al dogmatismo, junto a otras cretineces varias. Mencionaré a los comunistas originados en Marx, y filtrados por Lenin, que se empecinan una y otra vez en acudir a las sagradas escrituras para llevar a la práctica algo que, sencillamente, ha sido un fracaso. Ni asomo de emancipación obrera, más bien una triste y cruel sociedad totalitaria. No seré yo el que niegue la brillantez en tantos aspectos del pensamiento marxista, pero tomado el mismo como doctrina «científica» y llevado a la praxis política ha sido un despropósito, con algunos logros, pero con demasiado coste humano. De hecho, los autores marxistas que más me han interesado han sido, en mi nada humilde opinión, los que se han acercado a las ideas libertarias en aras de la muy deseada liberación social. Pues sí, la crítica que los antiautoritarios hicieron a Marx y Engels en el siglo XIX era y es perfectamente válida; el ser humano necesita, al menos, un margen de libertad para llevar a cabo su proyecto de vida. Y sí, soy consciente de que la libertad es un concepto complejo, muy condicionado por demasiados factores, pero todos sabrán a lo que me refiero. No podemos observar la historia de modo lineal, ni marcada exclusivamente por la lucha de clases, las condiciones económicas y los modos de producción, algo que a estas alturas parece una obviedad. Mucho menos, que esa suerte de teleología nos conducirá al socialismo y, finalmente, al deseado comunismo con el fin de la explotación de unos sobre otros.

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Ídolos mercenarios del deporte

Anda bastante gente decepcionada con el hecho de que un hasta ahora inmaculado deportista (¡ya será menos!), no estoy seguro, pero creo que es alguien con gran habilidad para dar a una bolita con una especie de mango con una red tensada, se ha convertido en promotor y embajador de un régimen tan repulsivo como el de Arabia Saudí. Alguien infinitamente más lúcido me aclara que no hace mucho se ha llegado a jugar un torneo balompédico (la misma palabra aclara algo sobre este deporte que despierta tantas pasiones) de este inefable país llamado España en la misma tierra saudita, por oscuros intereses crematísticos, sin que apenas nadie dijera ni mú sobre los derechos humanos, por lo que la hipocresía y consecuente indignación es aún mayor. En cualquier caso, no sé si hay mucho de lo que sorprenderse, con (muy) escasas excepciones, a estos deportistas de élite se les presupone una total falta de conciencia ética y social. Y, para el caso que nos ocupa en este más que lúcido blog, me interesa reflexionar en por qué este gente (o, más bien, auténtica gentuza), que tiene una cantidad incontable de dinero, para resolver la vida de los suyos durante varias generaciones, llega a semejante grado de indecencia moral llegando a corromperse hasta la náusea.

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Este inefable país

Hay quien considera, con una línea argumentativa preescolar, que algunas personas odian tanto a su país, que se muestran incapaces incluso de nombrarla. De esa manera, usan eufemismos como «este país» o «Estado español» (concepto este, por cierto, que siempre he detestado y me parece hacerle el juego al enemigo). Veamos si soy capaz de explicarlo aumentando el nivel de lucidez habitual de este blog, que ya es decir, aunque no me responsabilice de la dificultad de comprensión de lectura de nadie. En primer lugar, se quiere observar tantas veces como un problema dicotómico entre izquierda y derecha, siendo los primeros los enemigos de la patria, supuestamente, y los segundos los que la aman profundamente. Esto, no es que sea solo de un maniqueísmo que tira de espaldas al que tenga un poquito oxigenado el cerebro, es que para llegar a semejante conclusión hay que reducir notablemente conceptos más bien poliédricos y no tener una visión de la historia como repugnante culto a los poderosos. Del mismo modo, sería necesario clarificar a estas alturas qué diablos es izquierda, pero bueno, quizá podamos entender por derecha a todos los que reivindican la historia de este inefable país (obsérvese la habilidad del que suscribe, no exenta de cierto animus iocandi, para no mencionar a la sacrosanta patria).

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¿Izquierda española?

Yo pensaba que iba de coña, pero no, se ha formado un nuevo partido que obedece al folclórico nombre de Izquierda Española. Ya puestos a invitar al jolgorio, yo la hubiera llamado «Izquierda de este inefable país», nos hubiéramos echado unas risas y, seguro, hubieran sacado más votos gracias al previsible animus iocandi de los que acuden a las urnas. Al contrario de lo que podría suponerse con tanta escisión y refundación de la izquierda más o menos radical (sea lo que sea lo que signifique eso), estos se definen como una formación progresista y socialdemócrata que centra su discurso en el rechazo a los nacionalismos. De ahí que adopten el gentilicio de este indescriptible país en el nombre del partido, aunque es de suponer que eso no tiene que empujar a pensar que apuestan por el nacionalismo (español). Al parecer, la cosa se ha aglutinado en torno a elementos que ya militaron en otras fuerzas políticas electoralistas, como el PSOE e Izquierda Unida, así como extintas alternativas al bipartidismo como las defenestradas UPyD y Ciudadanos.

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Nuevas formas de dominación

Hay cierta izquierda que asegura que el poder político se encuentra subordinado al poder económico y, claro, eso justificaría que los grandes gobernantes progresistas poco puedan hacer, en cuanto a un cambio verdadero, una vez que han llegado al poder. Yo pienso más bien, de forma obvia, que ambos poderes se encuentran fusionados. Gobierne quien gobierne. Debería ser evidente, a estas alturas, el hecho de que hace ya tiempo que los que aspiraban a manejar el cotarro tenían que innovar una nueva modalidad de gobernabilidad (algunos lo llamamos dominación) propiciada por la propia transformación del Estado y por el nuevo contexto de auténtica revolución tecnológica e informativa. No dejaremos de insistir en que la dominación (algunos lo llaman gobierno), por muy sutil y democrática que se presente tratando de integrar a los propios sometidos en sus estructuras, asegura que, en última instancia, las decisiones políticas y económicas continúen estando en manos de una minoría.

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