¿Marxismo cultural?

La posmodernidad es una época peculiar que nos ha traído cosas buenas y algún que otro disparate; entre estos últimos, repliegues de fundamentalistas de diversa índole, reaccionarios o modernos proclives al dogmatismo, junto a otras cretineces varias. Mencionaré a los comunistas originados en Marx, y filtrados por Lenin, que se empecinan una y otra vez en acudir a las sagradas escrituras para llevar a la práctica algo que, sencillamente, ha sido un fracaso. Ni asomo de emancipación obrera, más bien una triste y cruel sociedad totalitaria. No seré yo el que niegue la brillantez en tantos aspectos del pensamiento marxista, pero tomado el mismo como doctrina «científica» y llevado a la praxis política ha sido un despropósito, con algunos logros, pero con demasiado coste humano. De hecho, los autores marxistas que más me han interesado han sido, en mi nada humilde opinión, los que se han acercado a las ideas libertarias en aras de la muy deseada liberación social. Pues sí, la crítica que los antiautoritarios hicieron a Marx y Engels en el siglo XIX era y es perfectamente válida; el ser humano necesita, al menos, un margen de libertad para llevar a cabo su proyecto de vida. Y sí, soy consciente de que la libertad es un concepto complejo, muy condicionado por demasiados factores, pero todos sabrán a lo que me refiero. No podemos observar la historia de modo lineal, ni marcada exclusivamente por la lucha de clases, las condiciones económicas y los modos de producción, algo que a estas alturas parece una obviedad. Mucho menos, que esa suerte de teleología nos conducirá al socialismo y, finalmente, al deseado comunismo con el fin de la explotación de unos sobre otros.

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Cristianismo (y distorsión moral)

Ahora que está a punto de celebrarse no sé muy bien qué, sobre el mito del cristianismo, y mientras en la tierra donde supuestamente nació masacran al pueblo palestino ante la indiferencia generalizada, no está demás lanzar unas reflexiones al respecto. Antes de nada, un lúcido comentario apriorístico ante las acusaciones de todos esos bodoques sobre que criticamos fácilmente una religión mientras con otras, supuestamente, no nos atrevemos. Y es que, de forma obvia, uno lanza exabruptos sobre las creencias e instituciones que sufre con mayor fuerza, máxime si pretende ser toda una luz civilizatoria como es el caso del cristianismo (en este inefable país, llamado España, sabemos mucho de eso). Diremos, por supuesto, que hay que combatir otras religiones, como es el caso de la musulmana, máxime con las teocracias que perviven en el siglo XXI y con la guerra santa proclamada por unos cuantos fanáticos dispuestos a hacer cualquier barbaridad en nombre de ella, algo por otra parte que también han hecho históricamente los seguidores de ese personaje de ficción evangelizadora llamado Jesús. Aclarado esto, vamos allá. Ya el gran Bertrand Russell lo dijo hace casi un siglo, pero trataremos de señalar de nuevo lo evidente ya entrado el nuevo milenio. Las brillantes diatribas de hoy no serán contra la religión en general, con sus peculiares fantasías sobre seres sobrenaturales y sus sueños sobre la inmortalidad, más bien sobre la figura que ha conformado culturalmente eso que llamamos Occidente.

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Nacionalismos (de nuevo)

A tenor de algunas respuestas en mi entrada anterior, con la cual yo pensaba que había rozado una vez más la sublimidad, no estoy seguro de que dejara bien claro mi absoluto rechazo por todas y cada una de las formas de nacionalismo. Cierto es que dedicaba la mayor parte de lo escrito a mostrar mi desprecio y escarnio sobre aquellos, nada nuevo en este inefable país, que abanderan una España unitaria y que, oh, sorpresa, rara vez se consideran a sí mismos nacionalistas. Y es que resulta sorprendente que, creo que especialmente a raíz del auge de las nacionalismos periféricos, los españolistas hagan una distinción entre patriotismo, lo de ellos (benévolo), y nacionalismo (lo de los otros, que como se sabe son el infierno). No hace falta tener el cerebro demasiado oxigenado para considerar los conceptos «nación» y «patria» sinónimos e intercambiables (y no por representar, desgraciadamente, la esa sí muy preciada fraternidad universal). Podemos aceptar, en cualquier caso, que la realidad es pertinazmente poliédrica, por lo que hay conceptos que tienen diversas lecturas semánticas y estamos obligados a una serie de lúcidas aclaraciones.

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¿Hispanidad?

Es harto complicado meterse en la mentalidad de un reaccionario, no obstante, dado cómo calan ciertos relatos fantásticos en el imaginario del vulgo, vamos allá. Como es sabido, en este inefable país, no es que el facherío ande últimamente muy subidito, lo cierto es que ganaron (manu militari, por supuesto) y la triste realidad es que nunca se fue del todo. Así, si no fueran tan peligrosos, resultarían solo irrisorios ese gesto de orgullo y esa reiterada insistencia de la labor civilizatoria que realizó en el ¿Nuevo? Mundo esa raza superdotada que es la hispana (sí, es sarcasmo y del bueno). Aquella gesta imperial que nuestros reaccionarios añoran fue acompañada de una, nada sangrante y totalmente altruista, intención evangelizadora, más bien ganada de antemano, ya que un ser ultraterreno todopoderoso estaba del lado de la superior raza hispana (no hace falta aclarar las intenciones sarcásticas, aunque a nuestra facha medio, quizá sí). Nuestros nacionalistas españoles, cierto es que ya algo hiperbolizados, llegan a afirmar que las aportaciones culturales del imperio fueron indescriptibles y, ya sin el menos asomo de vergüenza, niegan que hubiera esclavitud y apenas una poca violencia. Cierto es que todas las naciones tienen sus mitos para alimentar la alienación de sus ciudadanos, perfectamente desmontables, pero es que hasta en esto este indescriptible país se sale bastante de madre. ¡Cosas veredes, amigo Sancho!

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Vías filosóficas (y vitales) ácratas

En una ocasión, escuché a cierto «intelectual», que antaño escribió una interesante tesis sobre el pensamiento libertario en España y que, hogaño, se encuentra bien apoltronado en el mundo académico soltando una sandez tras otra, que si bien en su juventud se sintió apasionado por la filosofía anarquista, luego comprendió que poco había aportado en realidad. Hasta su interlocutor en ese momento, otra figura poco sospechosa de afanes transgresores y revolucionarios, intervino rápidamente aclarando que le parecía una somera injusticia lo que estaba oyendo. Veamos, sin ánimo alguno de ser imparcial ni objetivo, pero con todas las intenciones de penetrar hasta el fondo y zaherir la insondable estupidez humana. Cierto es que los «clásicos», leáse Proudhon, Bakunin o Kropotkin, todos ellos con nombre en la historia del pensamiento por derecho propio, son a veces nombrados hasta el hastío en el mundo libertario y que da la sensación, a menudo, de no haberse revitalizado y revisado sus propuestas. No diré yo que el dogmatismo (algo que siempre he considerado vinculado a alguna suerte de papanatismo) sea siempre algo ajeno al mundo libertario, donde la autocrítica y capacidad de renovación deberían estar constantemente activadas, pero matizaremos. En primer lugar, hay aspectos de esos «padres fundadores» que sencillamente se dejan a un lado, siendo el caso más evidente el de Proudhon y su visión arcaica sobre la mujer, algo superado de manera inmediata por el anarquismo posterior, aunque con dificultades para llevar a la práctica una verdadera igualdad entre sexos.

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Burbujas ideológicas

No descubro nada si señalo que la irrupción de internet y de las redes sociales ha exacerbado algo inherente a todo grupo humano, eso que llaman «burbuja ideológica y cultural». Tal y como yo entendía este concepto, tendemos a juntarnos con personas de nuestra misma órbita ideológica y nivel cultural, lo que da lugar a que nos retroalimentemos de lo lindo; normalmente, para confirmar lo muy cargados de razón en que nos encontramos, en ausencia casi total de espíritu crítico hacia nuestros propios postulados, y sin que seamos capaces de permear a ninguna otra panda de homo sapiens de diferente imaginario social. Y digo que todo esto solo ha ido a peor porque hay sesudos analistas que aseguran que las grandes compañías (capitalistas, claro) nos envuelven, del mismo modo, en una burbuja tecnológica que nos guía (o nos aísla) mientras navegamos por internet o consultamos las redes sociales (una razón más para no hacerles excesivo caso). Es de suponer que el deseo de inmediatez y la falta de reflexión, características de la información en sociedades que se llaman patéticamente «avanzadas, no es que ayude, no digo ya a romper la burbuja de marras (sea ideológica, cultural o tecnológica), sino al menos a ser mínimamente consciente de ello. Lejos de que nos libere, la tecnología, y haríamos bien en interiorizar esto, a menudo nos empujar a la más lamentable alienación.

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Sapiens (o no tanto)

Hace unos años, un libro resultó muy vendido (vamos a presuponer que, también, muy leído) con ese pretencioso título, Sapiens. De animales a dioses. El autor era un tipo israelí, creo que historiador, Yuval Noah Harari. El caso es que, recientemente, alguien que me aprecia me regaló la obra y uno, a pesar de la desconfianza manifiesta hacia todo best-seller en la sociedad del consumo fácil, tiene la sana costumbre devorar toda lectura que cae en sus manos. Veamos. La tesis central del libro es que el homo sapiens acabó dominando el mundo gracias a su capacidad para crear grandes ficciones (léase mitos como los dioses, las naciones o incluso el dinero) y hacer que gran número de personas crean en ellas para crear estructuras sociales de todo tipo. No todas esas estructuras nos gustan, por supuesto, pero podríamos interpretar que cualquier sociedad es posible si nos empeñamos en que lo que mueva al mundo sea algo medianamente decente (no es el caso actual). Hay también en la obra de Harari algunos lugares comunes, como el hecho de que el llamado homo sapiens ha acabado devastando a su paso a otras especies en el momento en que llegó la agricultura, los asentamientos y se reprodujo de manera indiscriminada. Uno se pregunta cómo es posible que fanáticos en la actualidad adviertan sobre los peligros de la falta de natalidad, sustentada principalmente en esa estupidez de la puesta en peligro de la familia tradicional, cuando sobra gente por todos lados y no todo el mundo tiene unas condiciones dignas de existencia. Se trata de que los que estamos vivamos mejor, no de que sigamos trayendo desgraciados a este cuestionable mundo. Pero, volvamos con la obra en cuestión.

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Una santa triada… ¿ácrata?

A raíz de mi texto anterior, sobre el peculiar Fernando Savater, hay quien me señala que mi perplejidad sobre semejante figura resulta excesiva, ya que él mismo, veterano militante libertario, jamás le consideró un representante del anarquismo. Bien, sin ningún ánimo de expedir carnés de tal o cual ideología, si es que podemos considerar tal cosa al anarquismo, diré que hace no tanto tiempo todavía escuché al autor de Ética para Amador asegurar que todavía se consideraba «libertario» y partidario de la «autogestión social» (todo lo entrecomillado, sic). El mismo autor, ese que me enmienda la plana, dice considerar de toda la vida a Savater un individualista radical, al modo de Stirner (con el que yo mismo, ojo, ya le emparentaba), más cercano a ese engendro llamado libertarianismo (si es que existe tal palabra en castellano). Sea como fuere, dudo mucho que el bueno de Stirner suscribiera ni una sola palabra de lo que sostienen los hoy llamado libertarians, pero lo que está claro es que Savater resulta un enigma intelectual; o quizá no tanto, simplemente es alguien con un afán para provocar metiéndose con lo progre y la izquierda parlamentaria, algo que resulta demasiado sencillo por otra parte. Lo más lamentable es que este fulano realiza esas críticas caminando de la mano, de manera casi literal, con la carcunda más grotesca y con esos que se llaman liberales, propugnando la libertad para su bolsillo, en este inefable país llamado Reino de España. No me extiendo más sobre el filósofo; como dije, no niego la valía de algunas de sus obras y su influencia en el pensamiento, pero hoy me resulta alguien patético a nivel moral e intelectual, si le juzgamos por sus obras actuales (parafraseando las sagradas escrituras).

A lo que voy, que ha dado origen al título de esta nueva y brillante pieza literaria, es que al parecer Savater sí era considerado tiempo ha por mucha gente uno de los miembros (con perdón del término) de cierta triada anarquista. Podéis sentaros antes de conocer a otro de los componentes del trío, que era nada menos que otro intelectual de altura como Fernando Sánchez Dragó. ¡Que la Santísima Trinidad nos pille confesados! A diferencia de Savater, este tipo siempre me pareció un pedante y ególatra insufrible, un místico iluminado por no sabemos muy bien qué y, he de reconocerlo, jamás me interesaron ni uno solo de sus libros. He de reconocer que podía resultar interesante en ocasiones aquel programa literario televisivo que conducía, pero viendo que a veces llevaba a anarquistas (¡lanzando Dragó loas a la santa anarquía!) y otras a falangistas (¡con alabanzas, esta vez, al «pensamiento» de José Antonio!), a uno le empezaba a dar vueltas la cabeza con semejante despropósito moral, vital e intelectual. Eso sí, ya el esperpento alcanzó sus más altas cotas cuando acudió al programa el entonces presidente, y criminal confeso en nombre de la «democracia», José María Aznar; el entrevistador aseguró que se trataba del mejor jefe de gobierno que había conocido este indescriptible país llegándole a leer el poema de Kipling If (ya digo, pedante y pelota hasta la náusea). Hay quien dice que Sánchez Dragó siempre fue un «anarquista de derechas» (una especie de oxímoron), pero yo no le concedo ni eso; como es sabido, hoy es un espantajo de la ultrarreaccionaria Vox en busca, como tantos otros, de un poquito de notoriedad para su cultivado e irrisorio ego.

Y nos queda una tercera parte de la mencionada triada intelectual (supuestamente) ácrata, que se trata del ya fallecido Agustín García Calvo. A pesar de considerar gran parte de la obra de este hombre un tanto abstrusa, sí le tuve cierta simpatía por su permanente afán, este sí, subversivo. Guste o no del todo su obra literaria, hablamos de una figura clave de la cultura contemporánea y, a pesar por su rebeldía de no ser amante de reconocimientos oficiales, con importantes galardones a sus espaldas. Consideraba este filósofo y filólogo que era posible comprender la sociedad a través del lenguaje, lo que no sabemos es del progresivo deterioro en la capacidad de expresarnos debido, en gran parte, a las nuevas tecnologías. Un ácrata con un lado nihilista, como el que suscribe, no puede más que sentirse atraído por las obras de García Calvo en las que arremete contra todo lo establecido para evidenciar las falsedades del poder revestidas de una supuesta verdad. Así, en su libro Quién dice no. En torno a la anarquía en el que sostiene que se trata de eso tan necesario como decir no: no al poder, al Estado, al capital e incluso a este sistema supuestamente democrático. Desconfiaba este autor de la realidad, que consideraba permanentemente falsa y, por lo tanto, en constante reconstrucción diaria a través de los medios, de las instituciones o en boca del vulgo. Al mejor modo del gran Albert Camus, la primera obligación del rebelde es decir no, a la mentira permanente y al poder, negar una es negar el otro. Puede que las propuestas de García Calvo fueran a veces excesivas, puede que no siempre entendiéramos sus formas, pero por supuesto estamos con su espíritu. ¡Con este sí!

La enigmática distrofia intelectual de Fernando Savater

El caso de Fernando Savater, que no sé si encuadrar sin más como uno de esos conversos verborreicos e inicuos que proliferan en este inefable país, es uno de los grandes enigmas de nuestro tiempo. Así, un fulano que en otros tiempos se describía como libertario, pergeñador de libros apreciables, con pretensiones para consumo de las masas, pero apreciables, hoy deambula lamentablemente codo con codo con la derecha y ultraderecha (que, como es sabido para cualquiera con las neuronas bien asentadas, son cosas muy parecidas en el Reino de España). Es posible que, simplemente, hablemos de un tipo no del todo sincero y que busca la polémica a cualquier precio, aunque en mi nada humilde opinión eso le coloque a una escasa altura moral e intelectual, solo comparable a la de otros seres mediáticos como Jiménez Losantos. La diferencia es que el pequeño talibán de las ondas fue, seguramente, un dogmático maoísta descerebrado (como él mismo reconoce) para pasar a ser, no sé si otro tipo de fanático, pero seguro un mercenario anticomunista preocupado en primer lugar de su bolsillo. La involución de Savater, ingenuo de mí, me resulta más complicada de analizar. Una de las cosas que ha motivado escribir estas líneas es que, recientemente, ha alabado a ese primate ultrarreaccionario llamado Santiago Abascal o que, además de escribir una columna semanal en el órgano principal de Prisa, plagada de tópicos antiprogres escasamente originales, visita con asiduidad medios casposos donde vomita, a gusto de sus anfitriones, sus nada originales diatribas.

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Lenguaje racista

Alguien me llama la atención, por mi anterior columna, sobre el uso del término «denigrante«, que se señala como racista al querer decirse que lo negro es pernicioso. No era mi intención en absoluto, huelga decirlo, y lo cierto es que era algo ajeno totalmente al significado como creo que es obvio; simplemente, uno camina hacia un callejón sin salida a veces en el uso de sinónimos, ya que su léxico es más limitado de lo que le gusta admitir. Por cierto, ahora que caigo, lo mismo «pernicioso» tiene un origen en el mismo sentido (o vaya usted a saber), pero no voy a ir tan lejos de momento. Sea como fuere, lo que está claro es que el lenguaje refleja tantas veces los valores de una determinada cultura y hay quien considera que puede ser un instrumento de agresión y causar dolor al que se siente ofendido, de ahí la extrema precaución que adoptar algunos al respecto. Yo, lo admito, no suelo ir tan lejos. De hecho, no estoy muy seguro que la palabra en cuestión tenga un origen racista, de toda la vida luz y oscuridad han representado el bien y el mal; algo por supuesto totalmente cuestionable, aunque creo yo que por otros motivos que los de discriminar a la gente por algo tan superficial que el pigmento de su piel. A mí, particularmente, le voy la vuelta al asunto y reconozco que me encanta el negro; de hecho, la bandera por la que siento más respeto está tintada de ese color (o, quizá, ausencia de todos esos colores tan cuestionables).

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